Es así. Yo no puedo escuchar a Luis Miguel, sin tener la incómoda certeza
que alguien, de un momento a otro, va a empezar a desnudarse. La mía, lo sé, es
una condición, digamos, sui generis,
pero real. Bastante real. Pido un minuto, antes que el apreciado lector me
mande al diablo, para explicar el origen y las circunstancias que rodearon la
irrupción de esta enfermedad, en lo que hasta ese momento, apartando las bromas
a mi abuelo sordo y el año que pasé con la apéndice inflamada por una novia
taoísta, era una vida bastante normal.
Llevaba poco tiempo en Buenos Aires, luego de dejar a mi familia, mi
trabajo, y las calurosas noches de cerveza en mi ciudad; en un país que, ni
bien puse un pie en el aeropuerto, me pareció lejano. Cansado de ciertas
rutinas, con los sueños llenos de carreteras y paisajes exóticos, me lancé a la
aventura; tenía algunos ahorros y todo se resolvió rápido; casi tan rápido como
mi capital fue achicándose hasta hacerme cliente recurrente de las páginas de
empleo. Bajo aquel régimen que me obligaba a ejercitar la imaginación,
descubriendo todas las combinaciones posibles para el arroz, fue que una tarde
de tres chaquetas y dos bufandas de agosto (todos hablan de la melancolía de la
ciudad, y no es ilógico, la arquitectura, el tango, todo eso; pero aquel fue mi
primer invierno, y era como si la ciudad se burlara de mí), sentado en un café
con un amigo que había conocido a través de otro amigo lejano, apareció una
oportunidad.
¿Debo decir que esta, cómo llamarla, condición,
enfermedad, se extiende más allá de
la frontera mejicana: baja por el mapa, ¡cruza el mar!? Quizás lo mejor sea
calmar la ansiedad, y desarrollar los eventos de forma ordenada. La prisa
atolondra las imágenes de diminutos penecitos de plástico, se confunden con el
humo dulzón y los gritos desesperados. Ya llegaremos a la raíz del asunto.
Primero debo decir que el café estuvo bien, y que una semana después yo me
encontraba en la puerta de entrada de una discoteca, dos de la tarde, en una
calle poco transitada, cerca de una plaza con su caballo y su prócer, y a pocas
cuadras de la estación de trenes.
De día la fachada del sitio es igual a la de un hotel. Una vez se cruza la
puerta de vidrio hay un mostrador; tras él, una blanca nieves pechugona: ojos verdes, delineados, y un teléfono en
una oreja; habla, sonríe, putea, se mira las uñas, me mira, sonríe, cuelga.
Detrás de ella, a un costado, hay un telón negro, una puerta, un detector de
metales. Daniela es amable, con esa amabilidad que se acostumbra en esta
ciudad, que raya en el desparpajo, entre el sarcasmo y la dulzura. Las
preguntas van y van, porque yo apenas respondo, monosílabos y gestos que quizás
la hacen dudar, pero como voy con la recomendación de mi amigo, Daniela se
esfuerza, ¿hace cuánto llegaste?, ¿qué viniste a hacer?, su voz es alegre e
imponente, por momento me siento interrogado por un oficial de la inteligencia
soviética, como en las películas. Todo esto sucede de forma simultánea,
mientras Daniela contesta el teléfono, toma reservaciones, pelea y me mira;
vuele al ataque, ¿hace cuánto conoces a F? Pregunta complicada, no sabría, hace
algunos meses, poco menos; sé que usa ropa muy ajustada y zapatos de falsa piel
de serpiente, sé que es poeta. No creo haber dicho nada de esto, pero Daniel de
pronto se sonríe, algo dije, pero no sé qué. Por lo que ella me pregunta si
tengo disponibilidad para trabajar los fines de semana; yo le digo que sí, por
supuesto: conozco el horario, de nueve de la noche, hasta las cinco de la
mañana. Ella asiente. Me dice cuánto es la paga. Me pregunta si alguna vez
trabajé de mesero. Miento. Me extiende una hoja plastificada: es el menú con
las bebidas, llevatelo, dice, así repasás los precios. Asiento, y ella toma
otra llamada. Mientras coqueta, o discute, o habla, en esta ciudad es una
cuestión poco clara, miro el menú, sin mucho interés. Paseo la vista sin orden
por el lugar, mirando el techo, el piso, el gran espejo que reemplaza una
pared, hasta que veo las tarjetas de presentación del sitio, donde un hombre
con el torso desnudo, posa como si se recostara en un sofá invisible; la mirada
fija, el bóxer blanco, el tatuaje en el brazo. El resto, letras doradas.
El desconcierto no termina de convertirse en alarma, cuando Daniela retoma
la inducción y me aclara, el show
arranca a las diez, termina a las once, eso el viernes, los sábados todo es un
poco más tarde, ¿se entiende? Yo la miro sin mirarla, pienso en la tarjeta,
aunque ella me habla de la “pizza libre”, que dura lo que dura el show; ni bien
termina, hay que levantar todo, mover las mesas y las sillas, para el “boliche”
(traducción: discoteca). Daniela ha terminado con la exactitud de un
especialista en el tema. Me dirige una sonrisa satisfecha, a la espera de mis
preguntas. Nada pasa. Ella insiste entonces, quizás experta en esto de tomar la
iniciativa con los hombres, ¿alguna duda, Colombia? (no muy original, pero ese
será mi sobrenombre). Como sigo callado, vuelve a insistir. Ahora transcribo:
– ¿Qué es el show?
– ¡Pues, el show!
¿Cómo le dicen en Colombia?
– ¿Al Show?
– ¡Y, sí!
– No sé… ¿Cuál Show?
Pudieron pasar horas así. El detalle que se me escapó, y que mi amigo jamás
mencionó, era que de nueve a once de la noche la entrada estaba reservada sólo
para mujeres, y el famoso show era cuando un grupo de hombres con los músculos
como hubiera hallado más que apropiado Platón en su banquete, se desnudaban al
grito herido de una reinventada Alejandra Guzmán.
Para ser honesto, me pasa con Alejandra Guzmán, Ricardo Arjona, David
Bisbal, Camila, y hasta Aerosmith ("I
dont wanna miss a thing"). Esta condición, similar al trauma
post-conflicto que sufren la mayoría de ex combatientes sometidos a excesiva
presión, y de la que quisiera yo fundar acaso el primer grupo de apoyo, se
manifiesta con sudores fríos, y una irrefrenable necesidad de llevarle pizza a
alguien. Muchos pacientes declaran tener pesadillas recurrentes de pilotos que extraen
chupetines de sus tangas, mientras la Guzmán se rompe el gaznate a puro
aullido.
Durante los próximos cuatro meses mi acento será mexicano, o, ay qué lindo,
¿de qué parte de España sos? Depende de lo borracha que esté la cumpleañera, que
te agarra el culo y sonríe, con el estrabismo coqueto del speed con Vodka. ¡A ella, sencillamente le-en-can-tan los
centroamericanos! Jamás podré acercarme de nuevo a un padrino de la mafia u
hombre lobo, sin temer que sus pantalones salgan volando. Luego de este trabajo
nunca tendré un auto, si el precio es relacionarme con un mecánico que cubre su
cuerpo con crema y susurra entre juguetonas gotas de agua: “mía, hoy serás mía, lo sé”.
***
No sé si es luna llena. Tal vez. La niebla brota a chorros desde alguna
parte del piso, con un olor dulzón. Las vírgenes gritan (no son muchas, igual).
También lo hacen las recién divorciadas, las cumpleañeras y algunas próximas
casadas. Claman, las posesas con afros multicolores: “¡show, show, queremos
show!”. Una voz como de aeropuerto, o de tele-venta les da la bienvenida a la
noche de Buenos Aires, les recuerda que está prohibido sacar fotos, y les
anuncia a los hombres más hermosos de la Argentina. Los gritos de pánico se
disparan. La oscuridad.
David Bisbal y un piano, una maldición: “fui condenado a quererte sin razón”. Entre las sombras de
enfermeras, colegialas y sexy-policías, el hombre lobo se mueve. Más gritos.
Huele el miedo, pasando sus garras por algún escote. Avanza entre las mesas al
ritmo de la música que va creciendo, poco a poco, “y beberá mi sangre, y beberás mi amor”. ¡Luces! ¡El hombre lobo
salta al escenario! “¡Nada impedirá que
te ame, que seas mía, si corre por mis venas la pasión!”. Despojado de su
grueso pelaje, exhibe su pecho bronceado, y abdominales de gimnasio (¡ah, la
soledad de los condenados!); en el omoplato delata la marca de su maldición. Si
bien se parece demasiado al escudo de River Plate. El hombre lobo sin pelos en
las axilas baila entre las mesas. Las manos se aferran a sus nalgas. No queda
más que una pequeña tanga blanca que él mismo rasga y revolea por el aire; las
vacantes se desmayan aferradas a sus celulares, con todo y sus antenitas,
similares a las del Chapulín Colorado; no obstante, estas son dos lindos
penecitos que titilan en rojo. Avalancha de aplausos para el hombre lobo que
enseña y oculta en mágico final, su extrañamente de color violeta, parte más
sensible, debajo de una toalla de manos.
***
¿Vos trabajaste en G? Es la primera pregunta que la gente hace cuando le
cuentas la historia; y no es tanto una pregunta, como una exclamación cercana
al famoso ¡plop!, de Condorito. Te
escudriñan de arriba abajo con los ojos bien abiertos y una sonrisita morbosa
que apenas si disimulan; ya sabes lo que están pensando, y por eso cuentas la
historia con cierta ambigüedad, como dejando muchos espacios grises para que
cada uno entienda como quiera el asunto. Todos entienden de la misma manera al
principio, por eso te examinan de arriba abajo y sonríen y ninguno se atreve
con la pregunta que realmente quieren preguntar. Ése es el mayor placer al
contar historias.
Yo trabajaba en G. Lo dices así y haces una pausa; entonces te miran y, ¿qué
ven?: un fulano (un chabón) de un
metro setentaicuatro y escasos sesenta kilos. Cara de tonto y algo despistado.
Sonríen nerviosos. No dices más, estás haciendo la pausa; como Bela Lugosi en
Drácula, y su famoso “yo no bebo…, vino”,
es impresionante el poder que tienen unos puntos suspensivos bien puestos.
***
Ya no recuerdo las conversaciones que teníamos en el depósito. Sé que se
fumaba un cigarro común con las chicas encargadas de la limpieza de los baños
(las oía quejarse de las pelotudas
que vomitaban en el pasillo), rodeados de canastas de cerveza, pilas de energizante
y gaseosas, descansando de los gritos, de ir y llevar bandejas de pizzas, de
hacer la cuenta a oscuras. Salís. Hay que retirar las copas de las mesas,
esquivando pellizcos y la amble protesta de una a la que no le dejás ver,
¡correte, chabón! Vuelves a la cocina, qué haces: te bebes todo lo que sobró en
los vasos. ¡Ey!, siempre cerca de la nevera, ahí la cámara de seguridad no te
enfoca. Comé un pedazo de pizza. Dos. Ya casi empieza la parte del show donde
ellas suben; a la que mejor baile y más se quite, le regalan un pase gratis
para volver el próximo fin de semana. Por un momento nada de motociclistas
dominicanos que hacen piruetas humanamente irrepetibles. Pedí algo en la barra.
Hay dos: una cerca de la entrada, y otra junto al escenario. Mirá un par de
tetas. Mirá las banderas que decoran las paredes. Los apuntadores láser de la
gente de seguridad, reprendiendo a una que otra entusiasta de la fotografía.
Contá la propina, viene el mecánico; el último número de la noche. Crema para
afeitar, o crema batida. Una ducha. Ricky Martín “tu recuerdo sigue aquí, como un aguacero”; un hombre, el cansancio
después de un largo día de trabajo, se prepara para una cita; juguetea con el
agua, se disuelve la espuma, salpicaduras al público en éxtasis, y entonces,
aparece el mejor Luis Miguel, y “¡entrégate,
aún no te siento, deja que tu cuerpo se acostumbre a mi calor!". Euforia.
Brazos al aire, todos juntos “entrégate,
sin condiciones”. Llanto, gritos y promesas, súplicas, el mecánico se seca
poco a poco el cuerpo; pregunta con gesto inocente ¿me pongo los calzones? Más
ruegos desesperados. Resulta tan genial, porque funciona al revés, es un tipo
que arranca en bola, y se va vistiendo.
***
Este es el punto más alto de la noche. Apenas igualado por la salida de los
militares, a mitad de la noche, que con el español mareado de Madona cantando “no llores por mí, Argentina”, terminan
en fila y en unos calzones con la bandera blanca y celeste, junto al abultado
sol amarillo y un saludo militar final, para que retumbe el coro del estadio “Ar-gen-tina-Ar-gen-tina”. Sentimiento
patrio, firme y orgulloso. Pero, ¿cómo hacen para generar una de esas
erecciones en segundos? Fumo en un paréntesis. Responde una de las chicas del
baño, una paraguaya de rubio oxigenado, y buena gente: con una goma. Se la
amarran y ya está. ¡Ah! Revelaciones invaluables.
***
Digamos que son casi las 5am. Atraviesa veloz de cansancio, la plaza con la
estatua del libertador en su caballo. Digamos que el cielo aún no amanece. Va
envuelto en esa vieja chaqueta que ya no es negra ni abriga de Led Zeppelin;
con la capucha puesta; en un bolsillo la paga de la noche. Llega a la estación
de trenes, a esa hora nadie cobra el boleto; pasa, busca el andén, entre otros
rostros silenciosos, o de hablar bajo; todos soñolientos, todos cubiertos con
las capuchas de las chaquetas, puede adivinar el color de esos rostros. Bolivianos.
Peruanos. Todos empiezan su jornada laboral en fábricas, o en construcciones. La
mayoría toma café o fuma. El tren llega y se va. El tiempo es otra cosa: una
ventana, un reflejo, la sensación de tener los pies hinchados. El vagón se
mueve mientras el cielo se torna de un azul claro; amanecen los edificios; ve gente
que sale a esa hora a trotar. Deja su cabeza contra el cristal y duerme, como
todos, con la cabeza hundida en los hombros, pasa el carrito del café; se
venden lapiceras.
Baja. Camina como si lo llevaran, compra un pancho (¿por qué le dirán así al perro caliente?). Va por la calle
tragando en desorden, la mostaza se mezcla con la nicotina, la avenida vacía,
sólo pocas palomas. Quedan por subir catorce pisos en ascensor. Ya no vive en
la pensión. Abre la puerta, desde ahí su striptease personal: silencioso. Está
pasado a cigarro y a sudor. Queda en calzones, la ropa regada por el piso, el
dinero de la noche va a una lata de leche que le sirve de alcancía. Camina
hasta la habitación, a veces ella se queda a dormir; se hunde a su lado, la
besa, tal vez cruzan dos palabras y se duermen. Pasan cosas en la vida de
ambos. Se tachan días de calendario, fines de semana, uno menos. Habrá tiempo
para recordarlo. Ahora digamos que es domingo y que duermen.