domingo, 4 de marzo de 2018

Para Adeline




De tanto andar monte fui sacando callos en los pies, peregrino, me dijeron, me nombraste, de dunas infinitas, aclaraste, piedad de tu estima, con un verso pobre, pero me sentó bien
Y tuve un bastón multicolor, de orgulloso puterío, un pajarraco entrañable me enseño que no hay realidad posible, que no hay nada descrito en códigos asimilables a papel o siquiera aire
Por estas aguas anduve, borracho, sepan de una vez, no hay sorpresa ahí, pues ni mundo ni tus ojos de miope estrella, de qué sirve entonces mi ajuar de racional, y las 24 horas de mi desenterrar fantasías, no me importó pedir aventón a la primera flota de papagayos
Así, sin tu hombro, nazareno al trote de cualquier miserable sueño, anduve con mi bastón tornasolado de días a intemperie, sin consejo, sin ropa limpia, viví de la promesa del aguardiente, tumbado en hamaca a dormir a pierna suelta la responsable idea de ser, si no hay realidad palpable
Toda interpretación, condicionada mi pupila por mi complejo o un mandato mal curado, para qué toda la prisa, qué es este afán de glorias, y jimenas, y lo que fuera clavel de absolución, no me sirvió nada que más que la huella pequeñita de tus sandalias, tus bifocales para traducirme la luz
Crié juanetes de tanto andar trocha desconocida, con mi bastón heredado al azar, a un pajarraco fumado de tabaco fuerte, a una mirada tan azul, no como este río sucio, caminé todo lo que me dio la gana, sino hay cosa concreta a que aferrarme o colgar mi ropa mojada, no hay cable ni patio ni mujer que espere a mi cuerpo tenso junto al suyo, me di a beber sin norte
Vagabundo, errante bebiendo del pico transparente, me meneo suavecito con al viento, el vaivén del barco, las estrellas, los planetas, las charlas felices que sonaban a boleros, hombres irredimibles por la fe de sus corazones, rengo remonté cada sendero, amanecido y con resaca de un sueño insignificante.  

Para Adeline




Primero está la piel, claro, el cuero, la coraza, el pedazo de tela vacuna, de cerdo, o palometa, la escama íntima de sirena negra, cangreja, dermis oscura de sudor, cutis para un bombo de estrellas
Primero el receptáculo este profundo de mujeres amanecidas en mi caricia, Adeline, disculpa, es que la soledad, quién te la quita, no me alivia sino la boca con su ritmo, la lengua roja, rojísima que me llama en su imperativo de pájaros
Ahí los minerales y las sales, el metamorfismo de las otras pieles, con sus cielos al descubierto, ahí los repiques a media luz, la hamaca, sus luchas minúsculas, secretas, los pellizcos deliciosos de las miradas buscándose, primero bucear las rodillas, meter el empeine en remojo, la cadera, bamboleo de mi navío, noche se hace noche en el caracol de las orejas, por ahí entran las adjetivadas pecadoras que uso para describir la curva de tu nariz
Ah!, la piel, su manifiesto en dos aureolas, dos lunas que se despiertan entre mis manos, las líneas de mi destino, qué es sino el desmadre de tu pelo, son largas las jornadas del barco, comiendo plátano, viendo delfines calzarse chalecos y enfilar a las fiestas del pueblo
En cada hoguera, en cada orgía de grillos, en cada techo, en cada naufragio, primero el cuerpo, la piel y su caparazón sudando, pellejo al aire como tumba abierta al rezo del alcohol, como viuda enlutada de mil collares, perlas, cuarzos, pecas, lunares, mentirosa degeneración, todo es trasegar en música, para vivir aquí por siempre, en estas ganas de un contigo, morar en tu ombligo.      

Para Adeline





Dejadme caer por la borda, rebalsado de licor hasta el hueso del alma, mojada toda la mirada a lo largo y ancho de esta noche con estrellas, que el ruido del motor sea mi testigo, no importa, ser feliz, a veces es esta cosa indeterminada en mi risa, algo como tu cabello entre mis dedos
Luego nada, hacer equilibrio sobre los barandales, dejadme ir un rato a charlar con las sirenas, perderme en la corriente turbia, ser bendito de pirañas y delfines, de atardeceres, de amnesia y de tus besos, para mí, por favor, esta noche basta, perfecta en sus calores, con mi vaso de aguardiente
Con la música infantil de las hélices, el chapaleo invisible de un camino abierto y perdido en un segundo, el tesoro más profundo lo hallé en un halo de aire, tan breve y claro
Por favor, esta risa es contagiosa, no os preocupéis, iré directo hasta el fondo, sin distraerme con algas o lingotes de troncos, no desvelaré al cocodrilo, sólo quiero mojar un poco este suspiro, ahogar a un niño perdido entre tanta gente rara, si no encuentro manera de hablar de ti
Qué maravilla, líbrame a la corriente, entrégame al oscuro porvenir del agua, te prometo aprender de las espumas que rodean el barco, cantar y cantar sin nombrarte, sin pagar al tiempo nada de lo que se me ha dado en tu cuerpo, tu existir fuera del mío, la felicidad se vestirá temprano, yo la llevaré de la mano al puerto, donde despediremos amigos, donde cargaremos mercancías urgentes
Dejadme al río volver, careado, cansado, egoísta de todo lo que visto 

Para Adeline




Sin conocerte, aún sin adivinar el primer velo de tu sonrisa, sé de buena fuente que has coqueteado con marinos libaneses, y no me importa
Borrada la huella futura de tu mirada, me quedo anónimo y páramo de mis manos, sin nombre, sin lluvia ni tránsito de venas, sólo e indeterminado hasta tu boca, de la que la palabra ronda, sin el atolondre de la vocal ni la fiesta de tu lengua llamando a tantas cosas lejanas
De qué tierra vienes, de dónde tus calles, la casa familiar, el hueco de un abrazo en el que se acomoda tu cuerpo blanco, cuál es la luz de la que te desprendes, y el aire que consciente el humo de tu tabaco
Poco sé, antes de este quemar al tacto la silueta de tu cintura, la media luna de tu espalda, el lunar bajo la cautela atenta de tu sangre, yo sólo pedí tenderme al pie de tu sombra, a ver crecer altas palmas con cocos, rumiar el día con la pereza de un beso, atender tus fantasmas silbando canciones viejas
Cómo hablan tus manos con la mandioca, cómo se espolvorean entre charlas y arde la manteca, mundo domesticado por tu pulso, estas ganas de rodearte como el río, de sentir las válvulas secretas que tiene tu vientre, apretar mi corazón a tu espalda, respirar el pasado que jamás tuvimos
Todavía sin ti, ya me duele la vida, no te preocupes, venía así de mucho antes, sin saber que los versos apartados en la habitación urgente, cada línea robada a mi hora, eran para ti, esta tarde lo supe.

Para Adeline




Escucha los truenos buscar su nido entre las ramas, oye quebrarse escarabajos contra las bombillas o la lluvia, y no le duele, no piensa en esa oscuridad, se deja ir, sumergirse sin protestas, en la noche honda del río, sin exclamar una palabra, no pregunta, ni por los bordes, ni las siluetas, las estrellas, lo sabe, no le pertenecen, alumbran, eso es todo, y llueve, largo, sonora
Algo ha empezado a crecer en sus mejillas, una mugre, una tela de araña oscura, delgada, el paso del día, uno tras otro, trasegar indiferente por la corriente silenciosa, a lo sumo un loro, en el hombro de una niña come pescado, y alguien llora, y alguien canta, y alguien amarra mejor su cuerpo al vaivén
Todo esto tiene algún sentido, pero se ha perdido, bendición, perdido para siempre, en la noche revuelta de olores, el aire hiede a rostro fugado, queja de los espejos, maldice tanta libertad, se deja ir, dentro de un túnel, la luna en el agua, ha perdido la coordinación de movimientos, las palancas quietas, en calma se desgaja el cielo, todo hecho del mismo lodo maravilloso
Desde una altura indefinida, oye el aire pasar en el tabaco, la lumbre pobre brinda su coincidencia, para verte, encontrarte, perderte, saber que vives, que estás, avanza, avanza.

Para Adeline





En el primer trago de licor se le ocurrió la renuncia: no tener esperanza, ¿si aquello fuera cierto? Mis pies cansados tendrían aún motivo para correr hacia las olas
La huella de un peregrino, la herida del sol, o el roce de la arena, serían un pequeño altar para pensar, si no tuviera más que aquello, la derrota segura, el cuello gentil a la guillotina del viento
Sería, quizás, maravilloso, pelear sin el alarde de la verdad, o las flores de la victoria, entregar el cuerpo entero al fracaso, libre, auténtico, sin secreto alguno que sostener, como una fe liviana, como palabra sin promesa, sin énfasis, sólo perfume, sólo belleza
A mitad de su segunda lata, acaso intuyó que todo anhelo encubre el temblor, el respeto a la muerte, y la la justicia, confianza en el cielo, los dioses, los mensajes del tarot, las líneas ciertas en sus manos, todo se le antojaba una carga, si tan sólo pudiera pelear  con el recuerdo de tu rostro
Eso y nada más, saber todo lo restante perdido, irremediablemente perdido, así feliz, salir corriendo a su campo de batalla, echando espuma por  la boca, gritando de alegría.  

sábado, 22 de octubre de 2016

crónica de striptease, hombres lobo y Luís Miguel





Es así. Yo no puedo escuchar a Luis Miguel, sin tener la incómoda certeza que alguien, de un momento a otro, va a empezar a desnudarse. La mía, lo sé, es una condición, digamos, sui generis, pero real. Bastante real. Pido un minuto, antes que el apreciado lector me mande al diablo, para explicar el origen y las circunstancias que rodearon la irrupción de esta enfermedad, en lo que hasta ese momento, apartando las bromas a mi abuelo sordo y el año que pasé con la apéndice inflamada por una novia taoísta, era una vida bastante normal.

Llevaba poco tiempo en Buenos Aires, luego de dejar a mi familia, mi trabajo, y las calurosas noches de cerveza en mi ciudad; en un país que, ni bien puse un pie en el aeropuerto, me pareció lejano. Cansado de ciertas rutinas, con los sueños llenos de carreteras y paisajes exóticos, me lancé a la aventura; tenía algunos ahorros y todo se resolvió rápido; casi tan rápido como mi capital fue achicándose hasta hacerme cliente recurrente de las páginas de empleo. Bajo aquel régimen que me obligaba a ejercitar la imaginación, descubriendo todas las combinaciones posibles para el arroz, fue que una tarde de tres chaquetas y dos bufandas de agosto (todos hablan de la melancolía de la ciudad, y no es ilógico, la arquitectura, el tango, todo eso; pero aquel fue mi primer invierno, y era como si la ciudad se burlara de mí), sentado en un café con un amigo que había conocido a través de otro amigo lejano, apareció una oportunidad.  

¿Debo decir que esta, cómo llamarla, condición, enfermedad, se extiende más allá de la frontera mejicana: baja por el mapa, ¡cruza el mar!? Quizás lo mejor sea calmar la ansiedad, y desarrollar los eventos de forma ordenada. La prisa atolondra las imágenes de diminutos penecitos de plástico, se confunden con el humo dulzón y los gritos desesperados. Ya llegaremos a la raíz del asunto. Primero debo decir que el café estuvo bien, y que una semana después yo me encontraba en la puerta de entrada de una discoteca, dos de la tarde, en una calle poco transitada, cerca de una plaza con su caballo y su prócer, y a pocas cuadras de la estación de trenes.                  

De día la fachada del sitio es igual a la de un hotel. Una vez se cruza la puerta de vidrio hay un mostrador; tras él, una blanca nieves pechugona: ojos verdes, delineados, y un teléfono en una oreja; habla, sonríe, putea, se mira las uñas, me mira, sonríe, cuelga. Detrás de ella, a un costado, hay un telón negro, una puerta, un detector de metales. Daniela es amable, con esa amabilidad que se acostumbra en esta ciudad, que raya en el desparpajo, entre el sarcasmo y la dulzura. Las preguntas van y van, porque yo apenas respondo, monosílabos y gestos que quizás la hacen dudar, pero como voy con la recomendación de mi amigo, Daniela se esfuerza, ¿hace cuánto llegaste?, ¿qué viniste a hacer?, su voz es alegre e imponente, por momento me siento interrogado por un oficial de la inteligencia soviética, como en las películas. Todo esto sucede de forma simultánea, mientras Daniela contesta el teléfono, toma reservaciones, pelea y me mira; vuele al ataque, ¿hace cuánto conoces a F? Pregunta complicada, no sabría, hace algunos meses, poco menos; sé que usa ropa muy ajustada y zapatos de falsa piel de serpiente, sé que es poeta. No creo haber dicho nada de esto, pero Daniel de pronto se sonríe, algo dije, pero no sé qué. Por lo que ella me pregunta si tengo disponibilidad para trabajar los fines de semana; yo le digo que sí, por supuesto: conozco el horario, de nueve de la noche, hasta las cinco de la mañana. Ella asiente. Me dice cuánto es la paga. Me pregunta si alguna vez trabajé de mesero. Miento. Me extiende una hoja plastificada: es el menú con las bebidas, llevatelo, dice, así repasás los precios. Asiento, y ella toma otra llamada. Mientras coqueta, o discute, o habla, en esta ciudad es una cuestión poco clara, miro el menú, sin mucho interés. Paseo la vista sin orden por el lugar, mirando el techo, el piso, el gran espejo que reemplaza una pared, hasta que veo las tarjetas de presentación del sitio, donde un hombre con el torso desnudo, posa como si se recostara en un sofá invisible; la mirada fija, el bóxer blanco, el tatuaje en el brazo. El resto, letras doradas.

El desconcierto no termina de convertirse en alarma, cuando Daniela retoma la inducción y me aclara, el show arranca a las diez, termina a las once, eso el viernes, los sábados todo es un poco más tarde, ¿se entiende? Yo la miro sin mirarla, pienso en la tarjeta, aunque ella me habla de la “pizza libre”, que dura lo que dura el show; ni bien termina, hay que levantar todo, mover las mesas y las sillas, para el “boliche” (traducción: discoteca). Daniela ha terminado con la exactitud de un especialista en el tema. Me dirige una sonrisa satisfecha, a la espera de mis preguntas. Nada pasa. Ella insiste entonces, quizás experta en esto de tomar la iniciativa con los hombres, ¿alguna duda, Colombia? (no muy original, pero ese será mi sobrenombre). Como sigo callado, vuelve a insistir. Ahora transcribo:
     ¿Qué es el show?
     ¡Pues, el show! ¿Cómo le dicen en Colombia?
      ¿Al Show?
     ¡Y, sí!
     No sé… ¿Cuál Show?

Pudieron pasar horas así. El detalle que se me escapó, y que mi amigo jamás mencionó, era que de nueve a once de la noche la entrada estaba reservada sólo para mujeres, y el famoso show era cuando un grupo de hombres con los músculos como hubiera hallado más que apropiado Platón en su banquete, se desnudaban al grito herido de una reinventada Alejandra Guzmán.   

Para ser honesto, me pasa con Alejandra Guzmán, Ricardo Arjona, David Bisbal, Camila, y hasta Aerosmith ("I dont wanna miss a thing"). Esta condición, similar al trauma post-conflicto que sufren la mayoría de ex combatientes sometidos a excesiva presión, y de la que quisiera yo fundar acaso el primer grupo de apoyo, se manifiesta con sudores fríos, y una irrefrenable necesidad de llevarle pizza a alguien. Muchos pacientes declaran tener pesadillas recurrentes de pilotos que extraen chupetines de sus tangas, mientras la Guzmán se rompe el gaznate a puro aullido.
Durante los próximos cuatro meses mi acento será mexicano, o, ay qué lindo, ¿de qué parte de España sos? Depende de lo borracha que esté la cumpleañera, que te agarra el culo y sonríe, con el estrabismo coqueto del speed con Vodka. ¡A ella, sencillamente le-en-can-tan los centroamericanos! Jamás podré acercarme de nuevo a un padrino de la mafia u hombre lobo, sin temer que sus pantalones salgan volando. Luego de este trabajo nunca tendré un auto, si el precio es relacionarme con un mecánico que cubre su cuerpo con crema y susurra entre juguetonas gotas de agua: “mía, hoy serás mía, lo sé”.   
                    
***
No sé si es luna llena. Tal vez. La niebla brota a chorros desde alguna parte del piso, con un olor dulzón. Las vírgenes gritan (no son muchas, igual). También lo hacen las recién divorciadas, las cumpleañeras y algunas próximas casadas. Claman, las posesas con afros multicolores: “¡show, show, queremos show!”. Una voz como de aeropuerto, o de tele-venta les da la bienvenida a la noche de Buenos Aires, les recuerda que está prohibido sacar fotos, y les anuncia a los hombres más hermosos de la Argentina. Los gritos de pánico se disparan. La oscuridad.

David Bisbal y un piano, una maldición: “fui condenado a quererte sin razón”. Entre las sombras de enfermeras, colegialas y sexy-policías, el hombre lobo se mueve. Más gritos. Huele el miedo, pasando sus garras por algún escote. Avanza entre las mesas al ritmo de la música que va creciendo, poco a poco, “y beberá mi sangre, y beberás mi amor”. ¡Luces! ¡El hombre lobo salta al escenario! “¡Nada impedirá que te ame, que seas mía, si corre por mis venas la pasión!”. Despojado de su grueso pelaje, exhibe su pecho bronceado, y abdominales de gimnasio (¡ah, la soledad de los condenados!); en el omoplato delata la marca de su maldición. Si bien se parece demasiado al escudo de River Plate. El hombre lobo sin pelos en las axilas baila entre las mesas. Las manos se aferran a sus nalgas. No queda más que una pequeña tanga blanca que él mismo rasga y revolea por el aire; las vacantes se desmayan aferradas a sus celulares, con todo y sus antenitas, similares a las del Chapulín Colorado; no obstante, estas son dos lindos penecitos que titilan en rojo. Avalancha de aplausos para el hombre lobo que enseña y oculta en mágico final, su extrañamente de color violeta, parte más sensible, debajo de una toalla de manos.   

***

¿Vos trabajaste en G? Es la primera pregunta que la gente hace cuando le cuentas la historia; y no es tanto una pregunta, como una exclamación cercana al famoso ¡plop!, de Condorito. Te escudriñan de arriba abajo con los ojos bien abiertos y una sonrisita morbosa que apenas si disimulan; ya sabes lo que están pensando, y por eso cuentas la historia con cierta ambigüedad, como dejando muchos espacios grises para que cada uno entienda como quiera el asunto. Todos entienden de la misma manera al principio, por eso te examinan de arriba abajo y sonríen y ninguno se atreve con la pregunta que realmente quieren preguntar. Ése es el mayor placer al contar historias.  
Yo trabajaba en G. Lo dices así y haces una pausa; entonces te miran y, ¿qué ven?: un fulano (un chabón) de un metro setentaicuatro y escasos sesenta kilos. Cara de tonto y algo despistado. Sonríen nerviosos. No dices más, estás haciendo la pausa; como Bela Lugosi en Drácula, y su famoso “yo no bebo…, vino”, es impresionante el poder que tienen unos puntos suspensivos bien puestos. 

***

Ya no recuerdo las conversaciones que teníamos en el depósito. Sé que se fumaba un cigarro común con las chicas encargadas de la limpieza de los baños (las oía quejarse de las pelotudas que vomitaban en el pasillo), rodeados de canastas de cerveza, pilas de energizante y gaseosas, descansando de los gritos, de ir y llevar bandejas de pizzas, de hacer la cuenta a oscuras. Salís. Hay que retirar las copas de las mesas, esquivando pellizcos y la amble protesta de una a la que no le dejás ver, ¡correte, chabón! Vuelves a la cocina, qué haces: te bebes todo lo que sobró en los vasos. ¡Ey!, siempre cerca de la nevera, ahí la cámara de seguridad no te enfoca. Comé un pedazo de pizza. Dos. Ya casi empieza la parte del show donde ellas suben; a la que mejor baile y más se quite, le regalan un pase gratis para volver el próximo fin de semana. Por un momento nada de motociclistas dominicanos que hacen piruetas humanamente irrepetibles. Pedí algo en la barra. Hay dos: una cerca de la entrada, y otra junto al escenario. Mirá un par de tetas. Mirá las banderas que decoran las paredes. Los apuntadores láser de la gente de seguridad, reprendiendo a una que otra entusiasta de la fotografía. Contá la propina, viene el mecánico; el último número de la noche. Crema para afeitar, o crema batida. Una ducha. Ricky Martín “tu recuerdo sigue aquí, como un aguacero”; un hombre, el cansancio después de un largo día de trabajo, se prepara para una cita; juguetea con el agua, se disuelve la espuma, salpicaduras al público en éxtasis, y entonces, aparece el mejor Luis Miguel, y “¡entrégate, aún no te siento, deja que tu cuerpo se acostumbre a mi calor!". Euforia. Brazos al aire, todos juntos “entrégate, sin condiciones”. Llanto, gritos y promesas, súplicas, el mecánico se seca poco a poco el cuerpo; pregunta con gesto inocente ¿me pongo los calzones? Más ruegos desesperados. Resulta tan genial, porque funciona al revés, es un tipo que arranca en bola, y se va vistiendo.
    
***  

Este es el punto más alto de la noche. Apenas igualado por la salida de los militares, a mitad de la noche, que con el español mareado de Madona cantando “no llores por mí, Argentina”, terminan en fila y en unos calzones con la bandera blanca y celeste, junto al abultado sol amarillo y un saludo militar final, para que retumbe el coro del estadio “Ar-gen-tina-Ar-gen-tina”. Sentimiento patrio, firme y orgulloso. Pero, ¿cómo hacen para generar una de esas erecciones en segundos? Fumo en un paréntesis. Responde una de las chicas del baño, una paraguaya de rubio oxigenado, y buena gente: con una goma. Se la amarran y ya está. ¡Ah! Revelaciones invaluables.      

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Digamos que son casi las 5am. Atraviesa veloz de cansancio, la plaza con la estatua del libertador en su caballo. Digamos que el cielo aún no amanece. Va envuelto en esa vieja chaqueta que ya no es negra ni abriga de Led Zeppelin; con la capucha puesta; en un bolsillo la paga de la noche. Llega a la estación de trenes, a esa hora nadie cobra el boleto; pasa, busca el andén, entre otros rostros silenciosos, o de hablar bajo; todos soñolientos, todos cubiertos con las capuchas de las chaquetas, puede adivinar el color de esos rostros. Bolivianos. Peruanos. Todos empiezan su jornada laboral en fábricas, o en construcciones. La mayoría toma café o fuma. El tren llega y se va. El tiempo es otra cosa: una ventana, un reflejo, la sensación de tener los pies hinchados. El vagón se mueve mientras el cielo se torna de un azul claro; amanecen los edificios; ve gente que sale a esa hora a trotar. Deja su cabeza contra el cristal y duerme, como todos, con la cabeza hundida en los hombros, pasa el carrito del café; se venden lapiceras.


Baja. Camina como si lo llevaran, compra un pancho (¿por qué le dirán así al perro caliente?). Va por la calle tragando en desorden, la mostaza se mezcla con la nicotina, la avenida vacía, sólo pocas palomas. Quedan por subir catorce pisos en ascensor. Ya no vive en la pensión. Abre la puerta, desde ahí su striptease personal: silencioso. Está pasado a cigarro y a sudor. Queda en calzones, la ropa regada por el piso, el dinero de la noche va a una lata de leche que le sirve de alcancía. Camina hasta la habitación, a veces ella se queda a dormir; se hunde a su lado, la besa, tal vez cruzan dos palabras y se duermen. Pasan cosas en la vida de ambos. Se tachan días de calendario, fines de semana, uno menos. Habrá tiempo para recordarlo. Ahora digamos que es domingo y que duermen.